-La gente es crédula... y hay gente incrédula.
Estaba enferma desde hacía tiempo, y no sabía a qué atribuir ese malestar. Fui con dos especialistas y después de arduos exámenes clínicos y análisis de laboratorio, llegaron a la misma conclusión. Yo no tenía nada.
Pero todo me molestaba, me caía mal la comida y mi figura no me agradaba. Yo me veía como jorobada. Tampoco como ballena jorobada, no vayas a creer, pero me veía feona.
Mi vida marital no era ni remotamente lo que yo esperaba y para aclarar el punto, vivía de las greñas con mi esposo. Cada vez que intentaba tener algo con el, su mamá aparecía o le llamaba, le pedía ayuda, compañía o lo que fuera. Parecía que intentara alejarlo de mí. Todo eso me tenía más que fastidiada y no hallaba el modo ni de convivir con el ni de amigarme con ella.
Y si esto lo sumaba a mi malestar, estaba frita. Ya no hallaba la puerta.
Una amiga ofreció llevarme con una señora, doña Lupita, que dijo que vivía en una vecindad cercana al Penny Riel; eran tiempos en que cuando el tren se escuchaba, toda la gente corría dentro de los puestos de ropa americana o de tenis para salvar el pellejo porque pasaba por en medio del mercadeo, y pobre de aquel que no oyera a tiempo.
-Para entonces, a esa altura del relato yo trataba de recrear la escena, el rumbo lo conocí hace poco, cuando ya los trenes ni pasan por ahí ni tiendas hay. Solo he visto tejabanes abandonados y medio derruidos. La construcción de una gran avenida así como una vía del metro elevado (que aún no funciona) dieron paso a lo que llaman progreso. El cuento me estaba pareciendo un tanto alocado pero ella quería ser escuchada. Y ahí me tienes, sin remedio.
Entonces fuimos con la señora Lupita y tuvimos que esperar varias horas. Primero porque andaba en el mandado y una vez que estás ahí no te puedes mover porque pierdes tu lugar. Entonces se tardó dos horas en llegar. Luego, porque yo era la numero trece en la fila y no me acababa de gustar pero así tocó. Con cada persona se tardaba diferente. Unas entraban y salían en cinco minutos y otras tardaban casi una hora.
Por fin entré.
El lugar era espacioso y no había muebles. Me refiero a la sala de consulta. Solo había una mesa blanca alta y una silla de plástico en la que la mujer se sentaba. Tu debías subir a la mesa con la ayuda de un pequeño banco. El cuarto sin ventanas, un techo de lámina de asbesto sostenida con unas vigas de metal. Todo pintado de un color verde claro y el piso de mosaico rojo no muy limpio, en algunos lugares se notaba que el trapeador había arrastrado restos de comida y estaban embarrados. A nadie parecía importar la higiene del lugar. Cada tanto tiempo todo el mundo debía callarse porque el campaneo previo a la llegada del tren, así como el silbato al pasar hacía que se perdiera cualquier intento de comunicación.
Empezó a preguntar qué sentía, desde cuándo y qué era lo que yo quería. Su diagnóstico fue claro y conciso. Mi suegra me había hecho un trabajo. Me dijo que eso era fácil de arreglar pero que yo no me iba a recuperar inmediatamente. Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para ya salir de eso, así que le pedí que le diera pa delante.
Me acosté boca abajo en la mesa y ella me desabrochó la ropa. Toda. Entonces agarró mi piel desde la cintura y la fue estirando para arriba, jale y jale como si fuera a desollarme. Me daba unos jalones que me dolían muchísimo y empecé a gritar pero no me salía sonido de la garganta. A ratos pensaba que me estaba imaginando todo eso. Una y otra vez estiraba y estaba enojada diciendo que se le soltaba.
-Mientras me lo contaba, yo quería guardar compostura y parecer la psicóloga que digo ser, pero en varias ocasiones no pude evitar reír aunque luego le despistaba tosiendo un poco.
Tanto estiró y estiró hasta que en una de esas, sentí que me arrancaban un pedazo aquí en la nuca y al voltear rápidamente alcancé a ver una ratota que acababa de sacarme del cuerpo. Haz de cuenta que apenas sentí eso y descansé. No me has de creer pero así fue. Luego me levanté y me vi en un espejo y ya no estaba jorobada. Era la rata esa que traía adentro. La señora me explicó que mi esposo estaba enamorado de su mamá y que ese mal nos lo había hecho para que no fuéramos felices.
-Yo le pregunté que si en verdad creía eso o me estaba cuenteando. Le dije que eso no era posible porque simplemente no tenía una herida por donde hubiera salido la rata. Insistí en la falta de veracidad y le pregunté que si era algo simbólico. Ella aseguró que no, que lo que pasaba era que yo no era creyente y que me estaba burlando. Dejé de hablar entonces pensando que si yo insistía en principio de realidad y esas cosas ella ni siquiera pagaría la consulta. Volví a mi cara de psicóloga y entonces le recomendé que hiciera un escrito con todo eso y que ella sola lo analizara. Dijo que no, que corría el riesgo de que su esposo lo leyera y por nada del mundo quería que el se enterara. Que ya se estaban entendiendo muy bien. Entonces le dije que si ya había resuelto el problema por el que vino a verme podríamos darla de alta. Estuvo de acuerdo.
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