viernes, 17 de febrero de 2017

aprendiendo a describir

Mientras esperaba tratando de estar tranquilo en el salón principal, escuchaba las risas de las seis mujeres que jugaban en la mesa de al lado. Una de ellas usaba ropa negra con visos de animal print. Sandalias altas con plataforma y los pies inmaculados producto de un minucioso pedicure. Las uñas de un rojo brillante hacían juego con el lápiz labial. Sus modales por demás vulgares. Tomaba las cartas que recién había repartido la otra señora, la del cabello muy corto, y al observar su juego las aventaba sobre la mesa "chingada madre, pero esto significa que Rafael sí me quiere". Cortaba un trozo de pastel y lo masticaba sin cuidado alguno. Volteaba a ver insistentemente a los señores de la mesa del fondo, quienes no dejaban pasar inadvertidas sus miradas.
¿Sabes quién está allá? Es Don quiensabequé, él estaba casado con perenganita pero en la devaluación quiensabecual se fue con un tipo que había hecho unos negocios muy grandes, y les fue muy bien. Éste señor se quedó solo, bueno, no sé si siga solo pero fíjate que esto aquello y lo otro. La del cabello corto miraba sus cartas con interés y las acomodaba cuidadosamente. Daba sorbos a su refresco y esperaba su turno. Su apariencia y el modo de sentarse justo en la orillita de la silla daba la impresión de tener una buena jugada. De seguro les iba a ganar esa partida. En el grupo había una señora gorda, que hablaba sin parar. El diálogo se llevaba entre la vulgar y ésta. ¿quién dices que hizo esos negocios? Porque yo conocí a un hermano de la esposa, y a él no le fue tan bien que digamos. La otra se altera: pero por eso, ella después les ayudó porque hasta donde yo supe hasta la casa tuvieron que vender. -Sì, sí vendieron la casa, la que estaba en Carrizalejo, pero de todos modos ellos tenían unos terrenos muy grandes que rentaban a unos viveros por la carretera nacional, entonces parece que allá se fueron a vivir. Entra a la conversación otra señora, una que hace movimientos rápidos y se remolinea continuamente en su silla. Pero yo supe que la esposa, la que lo dejó, ella tenía ya sus hijos grandes, casados y que los hijos estuvieron de acuerdo. Brinca la del animal print: ¿como no iban a estar de acuerdo, si el viejo estaba bien millonario? Cansado de la perorata, busca algún motivo que le permita no desesperar mientras llega la mujer a quien tanto trabajo le costó convencer para una cita. Pide otro café, y lo toma sin azúcar. Bastante le ha costado dejarlo, como para que en este momento un poco estresante vuelva a las andadas. El azúcar es como una mala jugada, piensa mientras pasea su mirada por el ventanal. A lo lejos se ven las magníficas montañas azules. La ciudad toda está rodeada de cerros. Unos más altos que otros y tienen en común construcciones de casas en sus laderas. Algunos, los más pequeños están poblados hasta la cúspide. Es curioso, pensó, los más pobres y los más ricos eligen vivir en las alturas. En el barrio donde estaba ese exclusivo restaurante las casas eran enormes, cargadas de cantera, los estilos tan variados pero sin protección adicional a las ventanas. La policia es la encargada de blindar el municipio que en algún momento ha sido el más rico de América Latina. Pero volvamos a la espera. Cuando terminó el segundo café empezó a dudar que ella llegaría. No quería que se notara que se estaba impacientando. Sacó su celular y revisó los mensajes, cuando confirmó no tener ninguno se aventuró al correo. ¿ y si le habia mandado uno avisando que no iría? Tampoco correo había recibido. Retomaría el hilo de alguna conversación ajena para entretenerse. Pero las mujeres habían dejado de jugar y sus voces habían bajado sustancialmente. Había empezado a hablar otra y explicaba algo que mantenía a todas atentas. A ratos parecía que se pondría a llorar, tenía las manos juntas y las secaba con la servilleta o las pasaba por su propia falda. Era evidente que lo que contaba era algo que no era sencillo para ninguna. De pronto la del animal print dijo en voz alta: pues déjalo. Si anda con otra, y tú estás segura, ya, déjate de tonterías. Eres la única que todavía tiene marido, de todas, y pos ya déjalo así volvemos a estar solteritas todas. Ese fue el punto de quiebre. La mujer soltó el llanto y se levantó para ir al baño. La siguieron otras dos y se encerraron. Mientras las tres que se quedaron empezaron a hablar de la aventura del marido y todas coincidieron en que la última en enterarse fue ella. Mientras, las luces del día se fueron apagando atrás de uno de los cerros. Se escondió el sol y él por fin se convenció de que no iba a llegar nunca. Pidió la cuenta, pagó y se fue.

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