miércoles, 17 de diciembre de 2014

La historia se escribe con…



En los años sesenta, en casa teníamos una radio de onda corta, de marca Telefunken. A mí me gustaba mucho girar los dos sintonizadores escuchando el sonido sordo entre banda y banda, algo así como iuuuuuuuuu, uuuuuuuuuuuuu. Con suerte ubicaba una estación y escuchaba idiomas incomprensibles para mí. Mi padre se encargaba de hacerme saber: ese es alemán, ésos hablan francés.

Y entonces papá me explicaba algo sobre esas personas que hablaban de cosas que yo ni imaginaba, mucho menos pensaba dónde podrían estar. Tampoco es que supusiera que estaban dentro de la radio. Para eso tenía yo quien me explicara todo sobre las culturas, los idiomas, los países.

La estación que escuchaba en perfecto español, era Radio Habana Cuba. Y como si fuera ayer, recuerdo los eslógans: Radio Habana Cuba. Transmitiendo desde La Habana, Cuba. En Radio Habana son las 4: 27. Ese fue mi primer encuentro con Cuba.

El siguiente fue un viaje que hizo mi hermano, después del cual mensualmente llegaban a la casa la revista Bohemia y el periódico Granma. Papel color amarillento, tinta fina, no se te pegaba en los dedos como algunos diarios mexicanos. Yo leía todo aquéllo y veía esas interesantes fotografías de gente alegre y trabajadora. Las publicaciones hablaban de progreso, de comunismo, de lo que el comandante Fidel decía sobre esto o aquéllo. Inauguraban espacios, salían estudiando, bailando o tocando instrumentos musicales.

Un día tuvimos que hacer una pira con las publicaciones porque el asunto se complicó. Mi hermano en la cárcel, todos sufriendo y la amenaza de ser considerados comunistas, rojillos, de estar contra el sistema. Las publicaciones nos incriminaban. A mi hermano peor. Pero Cuba no dejó de mandar las revistas. Qué va. Tampoco dejaron - la sociedad, nuestros allegados- de considerarnos diferentes. Revolucionarios. 

Siendo adolescente, mientras yo no terminaba de entender la causa del encierro, tuve la ocurrencia de enviar una carta a la dirección que aparecía en alguna de las publicaciones. Pensé que yo podía ir a Cuba. Irme. Hice la carta mientras estaba en la casa de mi mejor amiga. Les preguntaba qué se necesitaba para ir a ese país. Compré timbres postales. A mi amiga se lo dije y me contestó: estás loca. Jamás tuve respuesta de esa carta.

La siguiente ocasión fue un pequeño viaje que hicimos cinco amigas y yo, entre ellas mi hermana, que es mi amiga también. Nos alborotamos y nos inscribimos en un Congreso de Pedagogía y allá vamos.
Era el año dos mil uno y todavía estaba Fidel. De hecho, nos tuvimos que fletar un discurso que el Comandante dió en el auditorio Karl Marx, el cual duró la friolera de siete horas. Fidel habló durante siete horas en un discurso coherente y largo, haciendo participar a los ministros que lo acompañaban. Cuando quería dar una cifra, le preguntaba a alguno de ellos: cuántos televisores vamos a emplear para el proyecto? Y el otro contestaba puntualmnete, después de lo cual Fidel continuaba con su perorata lúcida y explicaba un proyecto educativo en un afán de hacer llegar hasta el último rincón la educación a distancia. Sobra decir que durante las siete horas, nosotras salimos del teatro, fuimos a buscar algo qué comer. Una vecina nos vendió un sandwich de huevo revuelto. Guisado solo con sal. En un pedazo de baguette. Eso iba acompañado de un pequeño vaso de refresco anaranjado.  Volvimos al discurso. Dormimos una siesta y Fidel no paraba de hablar. Pero los cubanos que estaban en el teatro le escuchaban con atención. Esperaron pacientemente a que terminara y le aplaudieron de pie ovacionándolo.

Pudimos conversar con mucha gente. Una tarde nos pusimos a hacer fila en el parque Coppelia para comprar un helado. Pero nos dimos cuenta que no traíamos dinero cubano y le pedimos a un señor que nos comprara los helados.  Luego le dimos al hombre un par de dólares. La nieve nos costó muy poco dinero. Nos sentamos con él en una mesa metálica con sillitas minúsculas.

Una de mis amigas se hizo de un novio. Él nos llevó a un lugar a bailar. Ni pienses que éramos el centro de atención. El asunto era el turismo sexual. Las morenitas pequeñititas en las piernas de señores mayores. La música era genial. Una banda tocando sones y salsa cubana.

Entre las personas con quienes platicamos había quienes estaban a favor del sistema comunista y otras que no. La mayoría estaba de acuerdo. Educados en la pedagogía Martiana.

En la calle y en los taxis piratas, sin embargo, nuestra presencia sí era importante. No puedo decir cuántos piropos recibimos, porque se me fue la cuenta. Ofertas de matrimonio, alabando nuestras cualidades, entonces todavía no tenía yo un análisis del piropeo. Los morenos o los rubios iban con sus parejas y abiertamente volteaban a vernos y hasta nos podían piropear frente a sus mujeres. Yo siempre he dicho que la sonrisa no se nos borró de la cara en varios meses. La pasamos muy bien.

Hoy que se reanudan relaciones diplomáticas entre EUA y Cuba, escucho a Silvio Rodríguez y a José María Vitier. Hoy que intercambiaron presos por humanidad, pienso que perdimos la oportunidad de volver a visitar la Cuba aquélla con panorámicos enormes con frases del Che Guevara (enorme también) con el idealismo rampante que sin embargo tuvo al pueblo con hambre tantos años, aunque el racionamiento les hiciera llegar lo mínimo.Siempre fue escaso. Siempre tuvieron muchas necesidades. El mercado negro -desde siempre- les puso al alcance de la mano prácticamente todo. El problema es y seguirá siendo el dinero. 

Imagino que el capitalismo hará de las suyas. No hay educación Martiana que pueda resistir a la globalización. Ni al neoliberalismo.


Ya no escucharemos yanquis go home, ni nada que tenga que ver con ese momento histórico-romántico-fructífero. 

La historia se escribe con tinta invisible.



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