Cuando iniciamos el confinamiento hace casi un año conocí a mi vecina, la de la casa de atrás.
Decir que la conocí es solo eso, es un decir.
Todos los días en la mañana echaba a andar la licuadora mientras iniciaba su perorata. Al principio no alcanzaba a escuchar lo que decía, solo oía su voz. El patio de atrás colinda con el de ella, no creo que sean ni cuatro metros de una casa a la otra.
Tengo plantas por toda la casa, tengo dos árboles al frente, dos olivos y varias florecillas, tengo muchas macetas con cactus y suculentas, tengo plantas que he rescatado, que he robado, que he comprado, que me han regalado.
Atrás están tres árboles, una enredadera y recientemente puse un pequeño estanque con algunas acuáticas. Hay orquídeas y una discorea.
Tengo dos perras y dos tortugas. A unas y otras les encanta tirar excremento en el patio trasero. Limpiar y regar son motivos para ir continuamente. Todos los días voy aunque sea media hora.
A medida que avanzaron los meses y el silencio se apoderó de la ciudad, la voz de mi vecina empezó a hablarme de ella. Escuché a una mujer de más de sesenta años, setenta tal vez.
Su cocina tiene una ventana justo frente al fregadero y mientras lavaba platos su queja era continua. La cocina da frente a mi patio trasero.
Su perorata cobró forma. Se quejaba de varias cosas. Que el papel de las servilletas era de mala calidad, que por qué no le trajeron de cierta marca el atún, que preferiría un producto a tal otro.
Un día estalló contra su esposo. Fue porque una mujer le llamó, ella contestó y no le agradó la llamada. Lo acusó de serle infiel y el hombre, bastante mayor, solo le dijo que estaba loca.
Los fines de semana la hija iba de visita con dos o tres niños y la abuela se oía muy feliz. Los niños gritaban y ella les atendía muy afectuosa.
Todos los días, a mediodía empezaba a esparcirse un olor que me indicaba que ya estaba preparando la comida. Pero la preparación no estaba exenta de repelidos. Que esto y que aquello, que lo otro.
Tampoco puedo dar cuenta de todo lo que ella decía. No es que yo quisiera saber qué le molestaba ni que no.
Pero un día empezó a hablar de un auto que quería comprar. Que le llamó tal persona y que el carro costaba tanto y era tal modelo y ese proyecto duró un buen tiempo. Reportó varias llamadas y precios, dónde se encontraba el vendedor, lo bien o mal que le contestaron. No se si lo compró o no.
El tema del auto, así como ciertas quejas que emitió coincidiendo con mi presencia atrás, me llamaron la atención. Sobre todo un comentario que hizo una vez. Oí claramente que dijo: en treinta años, tú nunca me tuviste ninguna consideración.
Aunque no sé su nombre, ni su edad, no se donde habrá nacido ni cuántos hijos tiene, al esposo lo he visto no más de cinco veces en los cinco años que tenemos viviendo en esta casa, camina encorvado, es un tanto calvo. Lo he visto desde la ventana del segundo piso, una vez encendiendo el calentador de agua, otra vez tendiendo su ropa, un día cortando unas ramas. Nunca nos hemos encontrado ni nos hemos saludado. A pesar de todo eso, tengo claro que compartimos un espacio muy cercano.
Ahora es invierno y las ventanas por el momento están cerradas, si acaso abrimos pequeñas rendijas solo para no terminarnos el oxígeno. Con esto quiero decir que por algún tiempo no he puesto atención, o tal vez las otras casas también tienen ventanas cerradas.
Sin embargo, la licuadora ya no suena en las mañanas, ya no hay quien haga la comida a mediodía y extraño su voz.
Preferiría oír sus quejas y reproches al silencio que ahora nos envuelve.